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domingo, 25 de septiembre de 2011

EL AMIGO DE LOS LOBOS


Después de trabajar durante toda su vida, Lao consiguió suficiente dinero para esperar sin excesivas preocupaciones a que la muerte llegara al umbral de su puerta. En un enorme granero tras su casa, acumuló mucha leña para los fríos inviernos que se desplomaban sobre la región, así como gran cantidad de grano y paja. Al tomar él todos los días un puñado para comer y para que su casa fuera lo más cómoda posible, el anciano había hecho un pequeño agujero donde, al cabo de un tiempo, hizo su cubil un lobo. Pero éste no era un lobo como los demás: cuando anochecía, solía adoptar la figura de un apuesto joven. Con el tiempo y a pesar de la extraña mirada de aquel hombre, el anciano –que desconocía la verdadera identidad de su invitado- y él fueron cultivando su amistad, y a menudo se encontraban para conversar.
Una noche sin luna, el joven invitó a Lao a su casa. No se imaginaba el pobre anciano al aceptar que le acompañaría a su propio género. El joven le señalo el agujero donde, según creía el anciano, un lobo había hecho su cubil. Entró como embriagado. En su interior intuyó un gran número de hermosas habitaciones, ya que una calma de penumbra empapaba aquel lugar. Tomaron asiento junto a unas bandejas que ofrecían té y vino de aroma exquisito. Cuando declinó la velada, el huésped se marchó, pero al mirar de nuevo hacia el montón de paja, vio que de ella salía un lobo de lo que parecía una simple madriguera.
El lobo solía marcharse al caer la noche y volvía con las primeras luces de la mañana. Durante una de las visitas del joven, Lao le pregunto por el animal que vivía en su granero. El joven le contestó que, para ser más veloz y viajar por la espesura de la noche, se convertía en lobo. Le comentó que iba a tomar un brebaje para conservar eterna su juventud; ante el misterio que rezumaba la respuesta, el anciano le pidió que alguna noche le permitiera acompañarlo. El joven aceptó, aunque tras su mirada se distinguía una ligera desconfianza. Sin mediar palabra, alzó a Lao por el brazo y los montó a su espalda; al instante, el joven se convirtió ante sus ojos en un enorme lobo gris. Cruzaron el prado que se extendía detrás de la casa como si estuvieran cabalgando sobre el viento y en un abrir y cerrar de ojos llegaron a una misteriosa ciudad que parecía construida con niebla. Entraron en una vieja taberna en la que se podía respirar el ruido, repleta de gente que bebía y hablaba en voz muy alta. El anciano condujo a su compañero al piso superior del establecimiento, donde se extendía una galería de madera que rodeaba toda la sala y desde la que podían observar con facilidad a todos los comensales. Cuando hubo acompañado al visitante, el joven bajó y trato una deliciosa bebida sin que, al parecer, nadie se diera cuenta de que estaban allí. Poco después, entro en la taberna un hombre imponente vestido de rojo y puso sobre una mesa unos cuantos platos de naranjas japonesas. El joven le pidió al anciano que bajara a buscar algunas.
¿Qué estoy haciendo aquí? - se preguntó de repente el anciano-. No estoy siendo honesto. Soy simplemente un hombre. Al buscar la compañía de un lobo que me ofrece la juventud eterna, me he apartado del camino correcto. No está al alcance de un hombre jugar con el tiempo y con la vida y la muerte. Cuando acabó de pensar estas palabras, perdió el control de su cuerpo y cayó por las escaleras. Un silencio denso inundó de repente el aire. Tras recuperarse del sobresalto, el señor miró hacia arriba y vio que no había ninguna galería en aquella taberna, sino sólo una gruesa viga que atravesaba el techo de la sala. Les explicó toda la increíble historia a los presentes, que, entre sorprendidos e incrédulos, le dieron dinero suficiente para que pudiera volver a su hogar. Estaba en Wia-K´u, a mil kilómetros de su casa y del cubil del misterioso lobo.

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