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viernes, 30 de septiembre de 2011

RECUERDOS











OJOS TRISTES


Hoy vi sus ojos llenos de tristeza, vi su cara con un gesto de impotencia y desesperación...  Callé, sí callé, porque aunque mi interior bulla en deseos de consolarle, no tengo derecho.  Soy a su vida como el desierto al río, el río llevaría frescura al desierto, pero ¿para qué le serviría un desierto al río?  Hubiera querido acercarme y que sintiera mi apoyo, mi comprensión, pero... ¿necesita él algo de mi?  ¿Podría yo llegar a ser ayuda en vez de estorbo?  Quisiera poder cambiar su mirada angustiada en pacífica y feliz, más ¿es posible dar paz sin poseerla?
1986

jueves, 29 de septiembre de 2011

Ensalada de Surimi

Les comparto aquí una rica receta que me encontré hace buen tiempo, en una de mis navegadas por la red.


Ingredientes:
10 barritas de surimi o las que desee.
1 lata de granitos de elote.
1 lata de chicharos.
Trocitos de piña en almibar o pepino sin semillas muy bien picadito.
Crema y mayonesa.
Salsa magui o salsa inglesa.
Tostaditas o galletas habaneras o saladas.
1 latita de chipotles chica.

Procedimiento:
Partir en dos las barras de surimi y deshebrar finito el surimi, extender en un platón y ponerle salsa magui o salsa inglesa con una poquita de sal, incorporar la crema y la mayonesa hasta cubrir el surimi, esto es de acuerdo a su gusto, agregar los chicharos y los granitos de elote (sin el agua de la lata), y la piña en trocitos muy finitos, revolver muy bien y probar de sal, si se desea se le puede poner también zanahoria cocida o de lata o sustituir la piña por el pepino.
Se sirve en tostaditas o con galletitas y se puede poner una latita de chile chipotle molida como salsita o salsa valentina esto es a su gusto. Colaboración de Leticia Gil Fuentes.

lunes, 26 de septiembre de 2011

LAS DONACIONES


Los dioses, desde que el universo es universo, han deseado comunicarse con los humanos, pero los oídos de éstos están demasiado embelesados por los sonidos que le rodean como para poder escuchar las palabras divinas. Nos envuelven sin que seamos capaces de sobreponernos a la sordera de la ignorancia. Por esta razón, algunos dioses acostumbran a usar magos como mediadores para hacer llegar sus voces a aquellas personas que tienen fe.
Vivió hace ya muchos años un rico comerciante llamado Tse-Chin, un hombre muy avaro. Su dinero rezumaba de sus bolsillos y de su boca, tan grande era su vanidad. Cierto día, todos los habitantes de la región fueron convocados por un sacerdote para que donaran dinero con la intención de sufragar los gastos que conllevaba la construcción de un templo dedicado al dios de la guerra. Mientras hombres ricos y pobres entregaron tanto como su situación les permitía, Tse-Chin dio una ridícula cantidad para tranquilizar su alma y no soliviantar a los dioses; además, ¿quién se iba a percatar de ello?
Al cabo de un mes las obras se detuvieron porque no se disponía de suficientes fondos para llevarlas a cabo. Los sacerdotes no sabían cómo solucionar el problema y la inquietud por la ira del dios empezó a sobrevolar los tejados de las casas como una tormenta. Finalmente, un sacerdote propuso celebrar un ritual en honor al dios de la tierra para que ese año las cosechas fueran abundantes y, con lo que sobrara, poder sufragar los gastos de construcción. Apareció entonces en el pueblo un misterioso hombre que llevaba una capa que le cubría la cabeza y solo dejaba intuir una tupida barba canosa; subió a una tarima frente a todo el pueblo reunido allí y clamó:
- Escuchad a un simple portador de la palabra de los dioses, gentes del lugar. La insensatez es un mal demasiado común entre los hombres. Nace de la ignorancia, y ésta, a su vez, de la sordera espiritual. Uno de los presentes ha creído que podría engañar a los dioses y ha esquivado sus deberes. Iluso, pensaba que nadie lo veía…
Los habitantes del lugar se miraban unos a otros intentando adivinar quién había sido. Tse-Chin se escondía tras un silencio extraño que embriagaba el ambiente.
- Tse-Chin, ninguna penumbra es bastante densa para esconderte de aquellos que ven más allá de la luz del sol.
No tuvo más remedio que avanzar entre la multitud.
- ¿Por qué no entregaste las cincuenta monedas que te correspondían? Entrega ahora cien –instó el mago.
La perplejidad zarandeó el espíritu del comerciante y, ante las miradas inquisitivas de sus conciudadanos, mintió:
- No tengo dinero. Un mal negocio me ha dejado al borde de la ruina.
- ¡Mentiroso! Acabas de ganar mil a costa de tus vecinos con la basura –le espetó el mago, furioso.
La acusación del mago hizo enrojecer a nuestro amigo, al que no le quedó más remedio que inscribir su nombre y pagar sin rechistar las cien monedas.
Pocos días después, Tse-Chin estaba durmiendo en su casa cuando un ruido, algo parecido al resoplido de un buey, que procedía de la calle lo despertó. Se asomó por la ventana de su habitación y vio un enorme escarabajo que intentaba entrar a duras penas por la puerta de su casa (tan grande era) ante el horror de los vecinos, que huían despavoridos. Una vez en el interior, la criatura se tumbó ante la puerta. Tse-Chin que el escarabajo había venido a recoger más monedas, puesto que es el símbolo del dios de la guerra, por lo que quemó un poco de incienso y juró que entregaría treinta más para la construcción del templo.
El escarabajo, sin embargo, permaneció completamente inmóvil. Desconcertado, Tse-Chin prometió cincuenta, tras lo que el insecto disminuyó su tamaño hasta ser como un perro; cuando finalmente aseguró que pagaría cien más, el animal empequeñeció y empequeñeció hasta adquirir su tamaño normal y desapareció por un agujero en el suelo. A la mañana siguiente, el comerciante mandó de inmediato sólo veinte monedas.
Esa misma noche, mientras él y su mujer estaban cenando tranquilamente, diez escarabajos del tamaño de una cabra entraron en su casa. Los animales se pusieron a devorar todo lo que encontraban a su paso. Tras ellos, apareció en el umbral el mago de barba blanca. Poco a poco, los cuerpos de los animales fueron creciendo hasta ocupar casi toda la habitación; subieron las escaleras, y podían oírse los crujidos de las camas al romperse por el peso de los insectos. Tse-Chin preguntaba angustiado que podía hacer.
- ¡Paga lo que te corresponde! –sólo respondía el extraño hombre.
Le entregó de inmediato veinte monedas; sin embargo, los escarabajos aumentaban en número.
- Te he dado el dinero. ¿Por qué hay cada vez más? –inquiría el comerciante.
- Tus vecinos han dado lo que su situación les permitía; en cambio, tú das sólo lo que te ha sobrado de la cena.
Tse-Chin abrió un pequeño cofre que escondía tras las sartenes y le dio al mago cincuenta monedas más, pero los escarabajos aumentaban sin cesar de tamaño. Mentiroso insensato, ¿de veras crees que los dioses son tan ciegos como tú?; Las palabras del mago se escurrían entre unos labios que dibujaban una sonrisa de satisfacción.
- Toma –dijo finalmente Tse-Chin entre lamentos y, ante la mirada atónita de su esposa, los insectos disminuyeron de tamaño y desaparecieron por las grietas de la casa.
La construcción del templo pudo acabarse sin ningún tipo de contra tiempo.

domingo, 25 de septiembre de 2011

EL AMIGO DE LOS LOBOS


Después de trabajar durante toda su vida, Lao consiguió suficiente dinero para esperar sin excesivas preocupaciones a que la muerte llegara al umbral de su puerta. En un enorme granero tras su casa, acumuló mucha leña para los fríos inviernos que se desplomaban sobre la región, así como gran cantidad de grano y paja. Al tomar él todos los días un puñado para comer y para que su casa fuera lo más cómoda posible, el anciano había hecho un pequeño agujero donde, al cabo de un tiempo, hizo su cubil un lobo. Pero éste no era un lobo como los demás: cuando anochecía, solía adoptar la figura de un apuesto joven. Con el tiempo y a pesar de la extraña mirada de aquel hombre, el anciano –que desconocía la verdadera identidad de su invitado- y él fueron cultivando su amistad, y a menudo se encontraban para conversar.
Una noche sin luna, el joven invitó a Lao a su casa. No se imaginaba el pobre anciano al aceptar que le acompañaría a su propio género. El joven le señalo el agujero donde, según creía el anciano, un lobo había hecho su cubil. Entró como embriagado. En su interior intuyó un gran número de hermosas habitaciones, ya que una calma de penumbra empapaba aquel lugar. Tomaron asiento junto a unas bandejas que ofrecían té y vino de aroma exquisito. Cuando declinó la velada, el huésped se marchó, pero al mirar de nuevo hacia el montón de paja, vio que de ella salía un lobo de lo que parecía una simple madriguera.
El lobo solía marcharse al caer la noche y volvía con las primeras luces de la mañana. Durante una de las visitas del joven, Lao le pregunto por el animal que vivía en su granero. El joven le contestó que, para ser más veloz y viajar por la espesura de la noche, se convertía en lobo. Le comentó que iba a tomar un brebaje para conservar eterna su juventud; ante el misterio que rezumaba la respuesta, el anciano le pidió que alguna noche le permitiera acompañarlo. El joven aceptó, aunque tras su mirada se distinguía una ligera desconfianza. Sin mediar palabra, alzó a Lao por el brazo y los montó a su espalda; al instante, el joven se convirtió ante sus ojos en un enorme lobo gris. Cruzaron el prado que se extendía detrás de la casa como si estuvieran cabalgando sobre el viento y en un abrir y cerrar de ojos llegaron a una misteriosa ciudad que parecía construida con niebla. Entraron en una vieja taberna en la que se podía respirar el ruido, repleta de gente que bebía y hablaba en voz muy alta. El anciano condujo a su compañero al piso superior del establecimiento, donde se extendía una galería de madera que rodeaba toda la sala y desde la que podían observar con facilidad a todos los comensales. Cuando hubo acompañado al visitante, el joven bajó y trato una deliciosa bebida sin que, al parecer, nadie se diera cuenta de que estaban allí. Poco después, entro en la taberna un hombre imponente vestido de rojo y puso sobre una mesa unos cuantos platos de naranjas japonesas. El joven le pidió al anciano que bajara a buscar algunas.
¿Qué estoy haciendo aquí? - se preguntó de repente el anciano-. No estoy siendo honesto. Soy simplemente un hombre. Al buscar la compañía de un lobo que me ofrece la juventud eterna, me he apartado del camino correcto. No está al alcance de un hombre jugar con el tiempo y con la vida y la muerte. Cuando acabó de pensar estas palabras, perdió el control de su cuerpo y cayó por las escaleras. Un silencio denso inundó de repente el aire. Tras recuperarse del sobresalto, el señor miró hacia arriba y vio que no había ninguna galería en aquella taberna, sino sólo una gruesa viga que atravesaba el techo de la sala. Les explicó toda la increíble historia a los presentes, que, entre sorprendidos e incrédulos, le dieron dinero suficiente para que pudiera volver a su hogar. Estaba en Wia-K´u, a mil kilómetros de su casa y del cubil del misterioso lobo.