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lunes, 26 de septiembre de 2011

LAS DONACIONES


Los dioses, desde que el universo es universo, han deseado comunicarse con los humanos, pero los oídos de éstos están demasiado embelesados por los sonidos que le rodean como para poder escuchar las palabras divinas. Nos envuelven sin que seamos capaces de sobreponernos a la sordera de la ignorancia. Por esta razón, algunos dioses acostumbran a usar magos como mediadores para hacer llegar sus voces a aquellas personas que tienen fe.
Vivió hace ya muchos años un rico comerciante llamado Tse-Chin, un hombre muy avaro. Su dinero rezumaba de sus bolsillos y de su boca, tan grande era su vanidad. Cierto día, todos los habitantes de la región fueron convocados por un sacerdote para que donaran dinero con la intención de sufragar los gastos que conllevaba la construcción de un templo dedicado al dios de la guerra. Mientras hombres ricos y pobres entregaron tanto como su situación les permitía, Tse-Chin dio una ridícula cantidad para tranquilizar su alma y no soliviantar a los dioses; además, ¿quién se iba a percatar de ello?
Al cabo de un mes las obras se detuvieron porque no se disponía de suficientes fondos para llevarlas a cabo. Los sacerdotes no sabían cómo solucionar el problema y la inquietud por la ira del dios empezó a sobrevolar los tejados de las casas como una tormenta. Finalmente, un sacerdote propuso celebrar un ritual en honor al dios de la tierra para que ese año las cosechas fueran abundantes y, con lo que sobrara, poder sufragar los gastos de construcción. Apareció entonces en el pueblo un misterioso hombre que llevaba una capa que le cubría la cabeza y solo dejaba intuir una tupida barba canosa; subió a una tarima frente a todo el pueblo reunido allí y clamó:
- Escuchad a un simple portador de la palabra de los dioses, gentes del lugar. La insensatez es un mal demasiado común entre los hombres. Nace de la ignorancia, y ésta, a su vez, de la sordera espiritual. Uno de los presentes ha creído que podría engañar a los dioses y ha esquivado sus deberes. Iluso, pensaba que nadie lo veía…
Los habitantes del lugar se miraban unos a otros intentando adivinar quién había sido. Tse-Chin se escondía tras un silencio extraño que embriagaba el ambiente.
- Tse-Chin, ninguna penumbra es bastante densa para esconderte de aquellos que ven más allá de la luz del sol.
No tuvo más remedio que avanzar entre la multitud.
- ¿Por qué no entregaste las cincuenta monedas que te correspondían? Entrega ahora cien –instó el mago.
La perplejidad zarandeó el espíritu del comerciante y, ante las miradas inquisitivas de sus conciudadanos, mintió:
- No tengo dinero. Un mal negocio me ha dejado al borde de la ruina.
- ¡Mentiroso! Acabas de ganar mil a costa de tus vecinos con la basura –le espetó el mago, furioso.
La acusación del mago hizo enrojecer a nuestro amigo, al que no le quedó más remedio que inscribir su nombre y pagar sin rechistar las cien monedas.
Pocos días después, Tse-Chin estaba durmiendo en su casa cuando un ruido, algo parecido al resoplido de un buey, que procedía de la calle lo despertó. Se asomó por la ventana de su habitación y vio un enorme escarabajo que intentaba entrar a duras penas por la puerta de su casa (tan grande era) ante el horror de los vecinos, que huían despavoridos. Una vez en el interior, la criatura se tumbó ante la puerta. Tse-Chin que el escarabajo había venido a recoger más monedas, puesto que es el símbolo del dios de la guerra, por lo que quemó un poco de incienso y juró que entregaría treinta más para la construcción del templo.
El escarabajo, sin embargo, permaneció completamente inmóvil. Desconcertado, Tse-Chin prometió cincuenta, tras lo que el insecto disminuyó su tamaño hasta ser como un perro; cuando finalmente aseguró que pagaría cien más, el animal empequeñeció y empequeñeció hasta adquirir su tamaño normal y desapareció por un agujero en el suelo. A la mañana siguiente, el comerciante mandó de inmediato sólo veinte monedas.
Esa misma noche, mientras él y su mujer estaban cenando tranquilamente, diez escarabajos del tamaño de una cabra entraron en su casa. Los animales se pusieron a devorar todo lo que encontraban a su paso. Tras ellos, apareció en el umbral el mago de barba blanca. Poco a poco, los cuerpos de los animales fueron creciendo hasta ocupar casi toda la habitación; subieron las escaleras, y podían oírse los crujidos de las camas al romperse por el peso de los insectos. Tse-Chin preguntaba angustiado que podía hacer.
- ¡Paga lo que te corresponde! –sólo respondía el extraño hombre.
Le entregó de inmediato veinte monedas; sin embargo, los escarabajos aumentaban en número.
- Te he dado el dinero. ¿Por qué hay cada vez más? –inquiría el comerciante.
- Tus vecinos han dado lo que su situación les permitía; en cambio, tú das sólo lo que te ha sobrado de la cena.
Tse-Chin abrió un pequeño cofre que escondía tras las sartenes y le dio al mago cincuenta monedas más, pero los escarabajos aumentaban sin cesar de tamaño. Mentiroso insensato, ¿de veras crees que los dioses son tan ciegos como tú?; Las palabras del mago se escurrían entre unos labios que dibujaban una sonrisa de satisfacción.
- Toma –dijo finalmente Tse-Chin entre lamentos y, ante la mirada atónita de su esposa, los insectos disminuyeron de tamaño y desaparecieron por las grietas de la casa.
La construcción del templo pudo acabarse sin ningún tipo de contra tiempo.

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